Fue como una partida de Risk: Kamchatka ataca a Alaska. Así fue como Julio encontró a Laura, una mañana de octubre, entre el frío de las casualidades y la delicadeza de las distancias largas. Nada apuntaba a que aquello fuera a ser definitivo, más bien ni siquiera se fijaron el uno en el otro , despistados y más pendientes de las cosas realmente importantes, que de los sentimientos solteros. Julio sabía que lo mejor del Risk era empezar por Kamchatka. Con un ejército y un dado. Era la señal inequívoca de lo verdadero, la llave que podría abrir todas las puertas: cuando las cosas empezaban difíciles y desde un grano de arena era cuando las cosas merecían la pena (pensaba a veces). Y entonces poco a poco crecieron los ejércitos, se conquistaron los territorios y comenzaron a verse continentes
Y decidió atacar Alaska, como quién no quiere la cosa. Ayudado por la simple proximidad de lo cotidiano o lo que está cerca. Al principio empezó por fijarse él en ella, luego con disimulo, ella comenzó por mirar más de lado. Un día, él, asimiló aquello de “pues a lo mejor puede ser la mujer de mi vida”, otro día, ella, prefirió hacerse la encontradiza. Y el tiempo fue pasando y Kamchatka atacó Oceanía y de Oceanía allí a Madagascar y pronto surgió la idea de tomar Europa. Ya era demasiado tarde y el café estaba frío justo cuando Laura le miró y le dijo que no era el momento. No pareció muy convencida pero ambos, informales y educados, decidieron dejarlo para otro momento. Y así fue que asumieron un pacto: el de no volver a jugar al Risk durante los sábados por la tarde. Asumieron dejar las partidas para huir de la lluvia y escuchar algunos discos viejos.
El pacto duró exactamente lo que duran los buenos deseos, o sea, nada si son irreprimibles, y volvieron a dejarse llevar para conquistar Groenlandia y Quebec: un circunloquio necesario si el amor era verdadero. En aquellos días, Julio y Laura intentaron mirarse a los ojos y jurarse que no lo harían. Pero pronto lo hicieron. Ahora sólo quedaba el futuro, recordar aquellos días de frío como caminos que construyeron los sueños. Conquistar el mundo, a veces, sólo depende de las cosas pequeñas, de ser perseverante y de necesitar lo que tienes cerca. Pronto ellos supieron que en eso consistía aprender a volar: algo muy parecido a dejarse llevar con la seguridad de lo conducido y la certeza de llevar paracaídas. Aquella tarde de enero miraron la lluvia, había silencio y ambos pensaron: todo comenzó cuando Kamchatka atacó a Alaska.
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