Hace unos años nos dejó José Hierro, de los últimos poetas: el mejor.
El hermano soltero de Ángel González en mi memoria. Otro que se marchó a dar guerra a otro lado.
A veces pienso que la gente ha olvidado pronto a José, aquél que supo que “tanto todo había sido nada…”, ese que siempre me pareció una mezcla entre collac y el padre de Melodie Nacachán. Un hombre con semblante de mala leche y corazón de poeta.
Pepe hierro llegó a mi vida mucho después que la facilidad de Benedetti, la intensidad de Lorca o los estremecedores versos de Alfonsina Storni y Gioconda Belli. Después de que Cernuda habilitara la confortable antesala de los versos a Ramón Sijé que me dejaron prendado para siempre a Miguel Hernández, llorando como unas nanas para una cebolla.
Luego fueron los de después; de entre todos el más favorito de todos mis poetas. desde Granada, Luís García Montero y un poco antes los versos del maestro Ángel González, el canalla poeta que tomaba güiski y fumaba hasta llamar a la muerte. Por aquel entonces llegó él a mi vida, con los cuadernos de Nueva York y su nostalgia oscura y con la famosa historia que siempre me contaba Miguel Ángel y que decía que Pepe siempre andaba en la misma mesa de un café cercano a la Plaza de Mariano de Cavia en Madrid. Leyendo algunos apuntes y hablando con la gente de forma anónima.
Hace ya varios inviernos (casi siete para ser preciso) Hierro nos dejó, algunos parece que lo olvidan, para mi sí que valió la pena. Después de todo, tanto todo, nada sigue igual cuando vuelvo a él.
VIDA
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
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